BUENOS AIRES, 1973

Amanece. El lomo rancio del Riachuelo mece raídos botes y viejas latas que golpean contra la orilla. Por este sumidero de sombras se desangra la ciudad, y parte la noche hacia aguas más amplias y luminosas. Carteles arrancados, palabras negras, flores de pólvora muestra en su abandono. Objetos de un sórdido y sitiado laberinto que he atravesado aferrando el revólver.

Más allá del rumor del tránsito que extiende los límites de los suburbios, lejos de las persianas que revelan su alma de óxido, ha quedado la vida. El vino agreste que alegraba los sábados; su cuerpo bajo la Cruz del Sur, entre las hierbas del campo, una noche después de la tormenta; las primeras palabras que escupí durante una huelga en una fábrica; ahora se confunden y arden como la sangre y el sudor que me quema la herida.

Con asombro y como si fuese nuevo miro el mapa que trazan las piezas del empedrado. Inútil grafía de mugre de la cual me arranca el rechinar de las ruedas que me buscan. Cuento nuevamente las balas y, como el aliento en la garganta, me duele su cuerpo húmedo sobre la hierba. Oigo ya próximas las voces que me cercan. Qué extraños los recuerdos cuando un arma es la única madera que sobrevive del naufragio y que por instantes te salva y te hunde.

Alguien dicta órdenes. También tuve las mías. En la otra orilla bostezan los primeros postigos; como el cuento de aquel hombre que transportaba a los muertos, llevan el pavor de la maravilla. Quizás esa lengua fétida sea mi río del olvido. Por eso dejé caer dos monedas. Ellas dijeron dónde estoy. Por ellas ya corren hacia mí. Impaciente, apoyado en la pared, los espero. Gritan. Mis ojos serán las últimas sombras que se lleve la noche. Levanto la mano y disparo.

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